UNA PAELLA EN CHILE
Una paella hecha con cariño
El amor por lo que se hace, el entusiasmo por satisfacer a los comensales y no la pasión por salir en la foto que impera en Chile, es lo que obtiene buenos platos, paladares agradecidos y cierta potencia de una cocina nacional. Y como dice Carlos Arguiñano la cocina debe quedar “rica, rica. Y con fundamen
Los viajes que hacemos tienen un interés primordial que, junto al paisaje físico y humano que visitamos, calles, callejuelas de piedra, catedrales, personas memorables, son platos, copas, mesones y barras. Lo que con mayor disfrute y contemplación hacemos en los viajes es comer y beber y con esto, inevitablemente comparar. Y comparar con Chile.
¿Por qué en los dos países vascos, el francés y el español, todos los panes son deliciosos, aromáticos, crujientes y dorados y en Chile no?
¿Por qué en cualquier barra de bar española al pedir un par de cañitas de cerveza te ponen siempre a lo menos un platito con aceitunas o con tortilla de papas y en Chile no?
¿Por qué por allá un restaurante de 30 personas lo atienden magníficamente dos personas y acá lo atienden mal cinco o seis?
¿Por qué en un bar de carretera en Andalucía “te ponen”, junto a las tres cervezas que pediste, dos platitos, uno con albóndigas en salsa con sepia troceada de antología y en el otro caracoles con otra salsa tan buena que es obligatorio rebañar con el buen pan hasta no dejar ni gota?
Lo más genérico que se nos ocurre decir es que todas las personas que nos sirvieron en muchas circunstancias están haciendo su trabajo y que el trabajo lo respetan y en consecuencia saben hacerlo.
“Nadie nace sabiendo y Europa es Europa”, nos dirán como la excusa más fácil.
Estamos pensando no ya en los simples cocineros jóvenes, egresados de Inacap o no, sino en los empresarios más poderosos de la industria alimentaria chilena, en las autoridades gremiales, en Achiga, hasta en los ejecutivos de la Imagen País, de Sernatur y de ProChile: ¿Hasta cuándo la excusa de que nadie nace sabiendo?
Se está enviando al exterior a mostrar el rostro gastronómico de Chile a gente que no representa a la cocina chilena, a gente que tiene serias dificultades para mantenerse trabajando, sin ningún éxito en los restaurantes que han montado con más arquitectura y publicidad que con cocina. A gente que no tiene gracia cocinando, que no son capaces de mostrar nada elocuente como expresión de nuestra cocina.
Los dirigentes del gremio gastronómico en Chile no han aprendido nada en los últimos quince años y menos han impulsado el desarrollo de buenos restaurantes nacionales. Copiamos todo y copiamos mal.
Una paella en Murcia
No se puede sufrir demasiado por los erráticos rumbos de nuestra cocina chilena.No se puede seguir comiendo cincuenta filetes de atún de Isla de Pascua “apanados en panko” en distintos restaurantes. Hay que salir fuera y ver. Y disfrutar de cocina verdadera, con inteligencia, a veces campesina, autodidacta, pero sin panko.
Ya seguiremos con la paella andaluza, pero es necesario responder a la interrogante que los lectores se estarán planteando. ¿Qué demonios es el panko?
Suena a japonés, suena a sushi, porque allí se emplea mucho. Suena a cocina peruana, porque los peruanos también lo han adoptado. Suena a Carpentier, a Olivera, a Palomo, a todos los mediáticos que también lo emplean.
Pero el panko es ¡solamente pan rayado sin corteza!
Pan que se emplea mucho en Japón, que vía sushi impacta mucho a los cocineros chilenos más jóvenes, profesionales y aficionados que “googlean” y se informan recíprocamente de cuanto ingrediente “exótico” existe para hacer sus reuniones culinarias.
En España -y esto es muy decidor- se emplea el verbo “guisar” como sinónimo de cocinar. “Mi madre guisa muy bien”, “quiero aprender a guisar”, “la esposa de fulano guisa de maravilla”.
Todo muy claro, porque la cocina esencial es el guiso, en donde con arte, con tiempo, con paciencia y con sabiduría, a menudo con muy poco dinero, se transforman tres o cuatro ingredientes en una preparación gloriosa y verdadera, como las benditas albóndigas salseadas con trocitos de calamar.
En el guiso no hay “montaje de plato” ni “emplatado”, la cátedra fundamental en las escuelas de cocina chilenas. Los platos no tienen que “tener altura” ni ir “sobre” risotto o camas. Tienen que tener sabor, aroma, suculencia. Y como dice Carlos Arguiñano, un chef vasco al que imitar pero que nadie imita, tienen que tener “fundamento”.
En casa de la familia Marín, en la huerta murciana de Cehegin, a media hora en auto de Murcia “capitá”, en donde son bastante andaluces, comimos una de las paellas más deliciosas e impresionantes de toda la vida y no pudimos dejar de preguntarnos por qué en Chile, en donde tenemos tanta costa y donde comemos arroz graneado todos los días no comemos paellas o “arroces”, como dicen en España, en donde no comen arroz blanco como nosotros, al que llaman “arroz a la cubana”.
La paella fue echa con leña de durazno, en una paellera de hierro de más un metro de diámetro, en el patio, entre los naranjos y los olivos y no tenía una brizna de chorizo, ni de cerdo, ni de pollo. Sólo pescados y mariscos del Mar Menor murciano y bastante azafrán de por allí cerca. Gambones y cigalas, pequeñas langostas de sabor delicioso de la costa de Garrucha. Y el caldo, clave de toda buena paella, era un hallazgo, era una profunda delicia hecha con el hervor de abundantes trozos de “emperador”, como llaman por allá a nuestra albacora y con mucho atún blanco, su bonito del Norte, de sabor y firmeza deliciosos. Sabor extraordinario, buen tenor graso de los pescados, arroz de Calasparra, allí al ladito, uno a uno, mojadito.
Ramón, el paellero, es un amateur que cocina para la familia y los amigos sólo por cariño y todos los abrazos, palmoteos y felicitaciones que recibe son todo su pago.
Vendedor de flores de oficio, Ramón hace una paella que en Chile ningún chef sabe ni intenta hacer.
La explicación de esa calidad tiene otra explicación: cariño por la cocina, verdadera pasión, que entre nuestros profesionales es moneda muy escasa
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