Por: Cecilia Portella Morote
La vida misma se encarga de tejer narraciones que van abriéndose paso por pura casualidad y por esas cosas que el destino se encarga de explicar.
Pudimos escoger entre tantos platos regionales, que siguen engalanando nuestras cartas. Pudimos investigar sobre sus variaciones, los diferentes tipos de pescado y los ajíes que los bañan; pudimos, quizás, adentrarnos en la cocina chalaca y navegar en sus mares, a bordo de una frágil lancha. Pudimos alternar entre el muelle y los pescadores, entre las frías aguas de un océano salado y la calidez de la gente de nuestro primer puerto… Pero optamos por sentarnos en un lugar, al azar, en plena plaza de Chucuito y dejamos fluir la tarde y lo que trajo consigo.
Un domingo soleado, de una de estas tardes, mi paladar requería algo fresco, sencillo, pero realmente especial. Caminamos sin suerte rodeando La Punta y así, de regreso, llegamos hasta Chucuito; la música en la plaza, caracterizaba un ambiente compuesto de un grupo de salsa, mesas servidas y mucha gente disipando el calor con la única cerveza que se toma en el Callao. Todos los elementos nos auguraban un almuerzo festivo.
La hora, era el indicador principal que el hambre y el buen gusto habían arrasado con los principales platos del menú de un festival gastronómico que en los fines de semana, acostumbran asentarse en la mayoría de los distritos de Lima. Cuando todo parecía indicar que nos quedaríamos sin almuerzo, las puertas abiertas de un discreto local, de donde salían generosos platos con destino a un grupo de jóvenes morenos cerveceros, que habían jugado la clásica “pichanguita de barrio”, acompañados de sus Pilsen, fue la invitación que estaba esperando…
Escogí la mesa final, la que tenía más cerca los parlantes y muy próxima a la cocina, de donde podría aprovechar los aromas que posteriormente inspirarían mi preferencia por el plato a elegir. Una lista no muy amplia, a esa hora –casi las tres de la tarde- ya no había mucho por optar. Los precios, bastante asequibles, como comer en casa… Sí, esa fue la impresión, tenía la intención de pedir repetición si es que mis antojos lo requerían así.
Chicharrones de pescado, ceviches, jalea, chilcano y ahí al final, el discreto tiradito de pejerrey. Se conoce de sobra, que ahora se estila el tiradito en ajíes de todos los colores, con los nombres especiales de la casa, con mezclas y con innovaciones como la crema de aceituna y con aceite de oliva y ajos. Esa tarde solo quería lo más simple de la carta: tiradito de pejerrey, con limón, sal, pimienta, ají limo cortado muy pequeño y apio… mucho apio.
EL RINCÓN DE CHABELITA
La cocina, en nuestros escritos ha encontrado su norte, constituye el punto de encuentro de la familia, de sus gustos, de la generosidad, de la enseñanza, de los buenos consejos; todo ello lo encontré en este rincón, un pequeño lugar en el que empezó doña Lizandra Tragodara hace 20 años; un local ubicado en el corazón de Chucuito.
Dice ella, que hace muchos años todos eran quioscos que, por estar alrededor de la Plaza Santa Rosa, eran visitados por los turistas y veraneantes.
Nuestra amiga atendía a sus comensales y colmaba sus apetitos con ceviche de pescado fresco, traído del terminal de Ventanilla. Ahí iban Javier Blas, su yerno, acompañado de sus dos pequeños hijos. En casa quedaban Lizandra y su hija Isabel. La segunda aprendió los secretos de la madre y así la cocina de ese pequeño local, que aún no tenía nombre, se convertía en un taller de exquisitos platos caracterizados por su buen sabor y su sencillez.
Los platos en este lugar, no tienen grandes ornamentos que puedan darle la distinción de gourmet, sus potajes son, por el contrario, un tributo a la sencillez. Lo repito, es como comer en casa. Y esta notoriedad la cultivaron a través de los años.
Pasó el tiempo y el destino permitió que Lizandra dejara el negocio y se dedicara a descansar después de ver su tarea cumplida. Sin embargo, la vida no fue fácil para esta familia, el destino se encargaría de cambiarle la posición a las piezas en el tablero de sus días…
Javier se alejaría de la casa, por razones no trascendentes; Isabel enfermaría mientras los niños seguían creciendo. La abuela tuvo que volver al taller de sazones y buenas razones, mientras los niños se convertían en jóvenes. Isabel dejó este mundo y su madre, Lizandra volvió a tomar la batuta… Le pusieron nombre al local en recuerdo de Isabel.
MANOS A LA OBRA
Hoy, algún tiempo después, Javier volvió a la casa. El nieto y la abuela trabajan de martes a domingo, empiezan sus labores desde las 6:00 a.m. Javier se encarga de las compras y los que quedan en el local, ponen en orden mesas, sillas, cervezas en la congeladora e instalan el equipo para la música obligada.
Doña Lizandra exprime limones, corta ajíes, dispone de las cebollas y prepara el primer ceviche del día, para ellos, para su familia, para quienes ofrendan los frutos del mar, a cambio de una buena faena.
Javier, el nieto, nos atiende y no podemos evitar fijarnos en su mirada diáfana, ojos azules en el marco de una morena piel. Javier es chalaco, al igual que su madre, su padre, su abuela y su hermana, que es la única que no ingresó al negocio de la familia.
Platos que entran y salen, algunos preparados por Javier, el padre; otros por doña Lizandra… Yo estoy cerca de la cocina y puedo ver como se turnan de acuerdo a sus especialidades. Y mientras tanto, en la calle, el festín marino continúa.
Solo unas semanas han pasado y ansío volver a probar ese tiradito de pejerrey del Rincón de Chabelita. Tiradito de uno de los más humildes pescados, de presencia discreta y escuálida, pero acompañado magistralmente de una mezcla de limón, sal y pimienta… Y porque el gusto no me falla, también aliñado con un licuado de apio, que resalta su frescura natural. Un plato con cortes diversos de ajíes limo rojo y amarillo que no alteran en absoluto la calidad de su sencillez.
Los platos frescos ven la luz de manos de él, las frituras y los potajes más elaborados, tienen el detalle de la dama de la familia. En los escasos momentos libres, converso con uno, cambio ideas con el otro y así me empapo de sus vivencias.
Entre salsas de Oscar de León y una que otra de Víctor Manuel, me animo a refrescarme con una cerveza. Aquí no hay opción para escoger entre las diversas marcas que ofrece el mercado: “En el Callao, solo se toma una”, me dice el joven Javier, mientras le doy la razón.
Ha transcurrido la tarde y poco a poco las mesas se desocupan, el grupo que estuvo afuera, consumiendo jaleas, ceviches y tiraditos, también buscó otros rumbos. Lizandra, ya más relajada, y reflejando satisfacción en su rostro, sale a conversar con nosotros, se deja fotografiar, sonríe y recuerda a su hija.
Javier padre e hijo, parecen contagiarse de ese sentir y también me hablan de Isabel; debió ser una mujer alegre, jovial, morena, de ojos azules, como los muestra también su hijo… Y no me equivoco, me enseñan fotografías de ella y compruebo mi hipótesis.
Hoy se acabó el tiradito de pejerrey, en realidad, ya no hay más insumos para preparar algún plato especial de la casa. Son casi las siete de la noche y me espera un largo viaje, hacia el otro extremo de la ciudad.
Quien me acompaña, pese a no tener la costumbre de comer platos marinos, queda más que satisfecha con el platillo elegido. Y no hubo que pintar con cremas variadas de ají, los trozos de pescado recién cortados. No hubo que pagar más de la cuenta por lo consumido, no tuve que preocuparme por la presencia de otros mariscos a los que soy alérgica. Solo el pescado fresco fue protagonista de la cocina y de las mesas del Rincón de Chabelita.
La sencillez de este platillo, hoy trasciende fronteras. Estamos presentes a través de él, en un auspicioso stand en el evento gastronómico más importante de España. Madrid Fusión 2010, tiene en el tiradito de pejerrey, una de las muestras más evidentes, de hacer buena cocina, con creatividad, simplicidad y buen gusto.
El Rincón de Chabelita, probablemente no obtenga premios internacionales, ni esté presente en importantes eventos de nuestro medio, pero cuando usted vaya, o cuando yo vuelva, tendré la certeza de que la alegría y sencillez de una familia, dio vida y mejor gusto a este potaje, que bien podría inscribirse como el plato que le rinde tributo a la humildad, a la simpleza, a lo verdaderamente natural, como lo es nuestro mar, que se quedó grabado en la mirada azul de un hijo que lo heredó de su madre.