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INDUSTRIAS DE ALIMENTOS - NUTRICION

OROPESA, LA CAPITAL MUNDIAL DEL PAN

Por: Jaime Ariansen Céspedes - Instituto de los Andes

Siempre ha sido un misterio para mí el determinar por qué algunas personas tienen más suerte que otras. Es sin lugar a dudas un buen tema de discusión. Como ejemplo, yo conozco al campeón de los suertudos, al record Guiness. Sí, señores, se trata de mi primo hermano Alfredo La Torre Ariansen, hijo único de acaudalada familia cusqueña, que durante su vida se ganó dos veces el premio máximo de la lotería. ¡Más suerte imposible!

Con este financiamiento del azar se pudo dedicar tranquilamente a sus aficiones favoritas: la exploración, la arqueología y buscar tesoros escondidos. Lo hacía como un deporte que practicaba lleno de ilusión y fantasía. Un día, cambiando de giro, les explicó a mis padres un nuevo y diferente proyecto. Esta vez trataría de comprar una antigua y abandonada fábrica textil establecida en 1861, en Lucre, un paradisíaco lugar cerca del Cusco, con el propósito de construir en el lugar un hotel con características especiales: canotaje en el río Vilcanota, circuitos a la cercana laguna de Huacarpay y al complejo arqueológico de Piquillacta, entre otras cien posibilidades. El proyecto lucía muy atractivo.

Mi primo Alfredo pudo convencer a mi padre para que lo acompañe a “reconocer el terreno” y la invitación... ¡Me incluía! Total, sería solo una semana. Unas vacaciones distintas, un viaje sólo de hombres. A mis catorce años me pareció que esta posibilidad de aventura era lo máximo que podía haberme pasado.

Hace algunas días y después de décadas, encontré en el baúl de los recuerdos un arrugado cuaderno cuadriculado con mis apuntes de ese inolvidable viaje:

La laguna de Huacarpay es grande, de un azul intenso, rodeada del verde amarillo de los andenes incas, que al parecer se utilizan todavía. Hay muchas flores por todas partes, cerca hay una cantera, creo que se llama Rumicolca o algo así”.

Complejo de Piquillacta. Dicen que no son restos incas, sino de una cultura anterior, los Wari. Tienen más de mil años de antigüedad. Ha debido ser una ciudad importante, es muy grande, con más de 20 cuadras por lado, las casas suben una suave colina, en las esquinas hay torreones, como un castillo medieval. De allí se divisa otra laguna, la de Lucre. Aquí debería estar el hotel del primo Alfredo.

En San Pedro de Andahuaylillas almorzamos y de paso mi padre nos hizo rezar. Es un pueblo muy antiguo, en la plaza hay unos enormes árboles que llaman Pisonay, nunca los había visto. La Iglesia es pequeña, pero muy adornada, dicen que tiene más de 300 años (actualmente es considerada Patrimonio Cultural de la Humanidad). No hay un solo pedazo de pared sin dibujo y pintura, la singular capilla es un enorme cuadro y los altares son todos tallados y cubiertos de pan de oro”.

Tres Cruces. Hemos caminado mucho para llegar a este mirador natural de la Amazonía. Al parecer es muy alto, sobre los 4 mil metros. Hace mucho frío y la noche es muy oscura. ¡Comienza el espectáculo! Ya se pueden ver los primeros rayos del sol, se inicia una fiesta de colores, olas multicolores vienen y van a vertiginosa velocidad, cada vez hay más luz, cientos de colores con muchos matices, millones de puntos fosforescentes. Nadie habló, todos señalaban con su índice hacia diferentes lugares que compiten en explosiva brillantez. De pronto distinguimos un inmenso manto verde de selva tropical, hasta el infinito, era el valle de Kosñipata y el río Madre de Dios, que es enorme y se enrosca y alarga como una gigantesca boa. Al regreso todos están en silencio, cada uno esta saboreando su fascinación”.

Este lugar es muy famoso. A Tres Cruces se llega partiendo del pueblo de Paucartambo, un estrecho y serpenteante camino afirmado asciende hacia el abra de Acjanaco, hasta llegar al mirador, una suerte de balcón natural  desde donde se aprecia uno de los amaneceres más singulares del mundo, producido por los efectos ópticos del sol sobre las nubes que cubren la selva tropical. Al momento central del espectáculo lo llaman el “rayo blanco”, se inicia cuando la luz del día atraviesa la atmósfera húmeda del Manu y, cual si se tratara de un prisma o calidoscopio, causa el efecto de ver tres soles, uno de los cuales salta como una colosal pelota, de un lado al otro. Los exuberantes bosques de neblina del Parque Nacional del Manu han sido declarados Patrimonio Universal de la Humanidad, paraíso de la biodiversidad y colosal orgía de la luz natural.

Oropesa. Desde lejos se puede divisar el pueblo, se extiende sobre arboladas laderas, se distingue la plaza central y en ella su infaltable Iglesia colonial. En la entrada nos recibe un enorme letrero: Bienvenidos al Marquesado de Valleumbroso de Oropesa, Capital Mundial del Pan.

Nos estaba esperando Javier Zubiaga, personaje que había ofrecido los terrenos para el hotel del primo Alfredo. Nos alojaríamos en su casa. Tenía la apariencia clásica de un profesor de pueblo y le añadía un poco de la melancolía de un poeta enamorado, flaco, muy flaco, con peinado engominado. Lucía un cuidadoso bigotillo encima de sus delgados y rectos labios. Camisa blanca, de alto cuello y corbata de lazo completaban su elegante atuendo.

Nos acomodó en su casa, que había sido cuidadosamente arreglada. La comida fue opípara y variada, la chicha de jora abundante, aunque yo no tenía mucha hambre. La altura, el trajín y las sorpresas habían tenido, por primera vez en la historia, la capacidad de aplacar mi normal apetito voraz. Frente a la chimenea había un mullido sofá que me estaba invitando a un sueño reparador y calientito. Sin que nadie lo notara, me levanté de la mesa. Realmente no le estaba prestando mucha atención a la descripción y condiciones de los terrenos de Lucre.

Me acurruqué y apagué mi luz interior instantáneamente. No supe cuánto tiempo pasó, hasta que sentí la voz de Javier Subyaga, que parado frente a mí, me preguntaba: “¿Sabes quién ha estado sentado en este mismo sofá?”. “No tengo la menor idea”, intenté como rápida respuesta. “Pues nada menos que Simón Bolívar, el Gran Libertador. Sucede que esta casa pertenecía a mi pariente, la famosa Francisca Zubiaga y Bernales, La Mariscala, casada con Agustín Gamarra, el héroe de Ingavi y dos veces Presidente del Perú”. Javier sacó de la nada una especie de batuta, que marcaba el compás de su clase de historia. “Francisca nació aquí el 11 de septiembre de 1803, hija de un funcionario español y una dama cusqueña. Por su vocación religiosa ingresó muy joven al convento, pero la euforia de libertad la deslumbró y se unió a la causa para protagonizar la gesta emancipadora”.

“Cuando el Libertador Simón Bolívar llegó por estos lares en junio de 1825, la joven Francisca fue la encargada de ceñir en la testa del héroe una corona de oro y brillantes, que el homenajeado galantemente prefirió colocar en la cabeza de mi querida y bella abuela. Era una manera de decirle al mundo que estaba nuevamente enamorado. Tengo la certeza que se amaron en esta misma casa... Estás muy cansado, mejor te vas a dormir, tenemos que levantarnos muy temprano para que disfruten la magia del pan”.

No necesité del despertador ni de ningún emisario, a las tres de la mañana me sobresaltó un sordo murmullo, redondo, indescifrable. Me levanté rápidamente y encontré en la sala a todos dispuestos a salir, al parecer habían pensado dejarme. No entendía bien lo que estaba pasando. Ya en las calles de Oropesa nos cruzamos con cientos de personas que iban y venían en distintas direcciones, conversaban animadamente, parecían todos muy contentos.

Cada uno tenía el libreto aprendido de memoria, repitiendo su papel cada día, por los siglos de los siglos. Sus trajes eran multicolores y de todas las casas emanaba un brillo anaranjado e iridiscente y una densa voluta de aroma de familia, de amistad, de pan.

Niños, jóvenes y adultos se desplazaban con autoridad y conocimiento. Estaba en funcionamiento la panadería más grande que se puedan imaginar. Todas las casas de Oropesa se aprestaban a hornear algún tipo de masa, el pan de cada día, de mil formas y tamaños, para satisfacer organizadamente la demanda de toda la región.

La voz del profesor apenas se distinguía en este barullo acompasado. “En este pueblo nadie pregunta qué profesión vas a ejercer cuando seas grande, porque todos son panaderos. Abuelos, hijos y nietos, hombres y mujeres. Si por extraña razón o circunstancia alguien deseaba ser militar, doctor o cura, simplemente tiene que emigrar porque Oropesa es sólo para panaderos”.

“Todo gira en función del pan. Los juguetes de los niños, los muñecos y soldaditos son de masa de pan, la vajilla y los utilitarios también, ceniceros, floreros, fruteros, fuentes son de masa de pan, y por supuesto, las flautas son de pan. Es decir todo, absolutamente todo”.

“Hasta la justicia está relacionada al pan. Para cada posible delito hay una medida de pan preestablecida, que el acusado tiene que comer en un determinado tiempo y sin ayuda del líquido elemento. Si el inculpado puede pasarlo, demostrará su inocencia y si se le atraganta y no puede, quiere decir que las culpas y el remordimiento le han dejado seco el gañote y no dejarán pasar al pan acusador de la justicia eterna”.

Al día siguiente tuvimos dificultad de meter en la maletera de la camioneta un costal de tibio y oloroso pan, que nos habían dado como presente. El desfile por la casa de Javier Zubiaga fue nutrido, cada vecino trajo su propia especialidad. Chutas, molletes, popular, campesino, roscas y guaguas eran sólo algunos de los nombres de los panes, todos enormes. Se necesitaban los dos brazos para recibirlos.

En el camino de regreso comentamos la tradición centenaria de los panaderos de Oropesa, su celo para guardar en secreto las recetas familiares, el especial tratamiento que se le da a las masas, las mezclas con hierbas, especias y flores de la región de las diferentes harinas y levaduras, el reposo en tinas especiales de las cristalinas y heladas aguas del río Huatanay, la temperatura especial de cada horno calculada por la milimétrica precisión de la experiencia, las caprichosas formas de los moldes y por supuesto de las manos mágicas de los panaderos de Oropesa, que en conjunto constituyen la Capital Mundial del Pan.

De improviso llegó una sensual nostalgia desde el pasado, me vino a la mente la posibilidad de imaginar en todo su esplendor a Francisca Zubiaga, su cinturita mil amores, sus pechos insurgentes, su sonrisa seductora, su carácter bravío, la noche entera en su cabellera con cascada de estrellas. Sentí la necesidad de volver la cabeza para descubrirla al final del camino. Ya no se divisaba Oropesa, pero todavía se podía sentir su aroma de pan.

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