Madrid, 19 may (EFE).- En la Roma del siglo I antes de nuestra era hay, al menos, dos ciudadanos ilustres llamados Lucio Licinio Murena: el primero fue militar y participó en la guerra del Ponto contra Mitrídates, y el segundo, hijo suyo, sucedió como cónsul a Cicerón en el año 62 de ese siglo. Fijémonos sólo en su apellido: Murena.

Vayamos a Columela y su 'De Re Rustica', escrito más o menos un siglo después de ese consulado: "ya eran célebres las delicias culinarias, construyéndose viveros comunicados con el mar; y los más aficionados a ellos, por ejemplo, Sergio Orata y Licinio Murena, se gloriaban de llevar nombres de peces que habían criado, del mismo modo que antes otros lo hacían con el nombre de pueblos que habían conquistado".

Columela, gaditano que vivió en el siglo I de nuestra era, dedica un espacio de su obra a la cría de peces en cautividad, a lo que hoy llamamos piscicultura. Y nos deja indicado que los dos más frecuentes en esos viveros son "la morena y el lobo marino", es decir, la morena y la lubina, peces "de alto precio", como indica el autor, que advierte de que solo vale la pena criar pescados que se coticen bien.

Como la morena, uno de los pescados favoritos de los muy ictiófagos señores romanos. Otro Lucio Licinio, en este caso Lúculo, cuya fama como gastrónomo es mayor que la obtenida como general, construyó a sus expensas un acueducto para llevar agua desde el mar Tirreno a sus viveros romanos de morenas.

Un pescado que hoy no se valora apenas, en cambio. Es uno de esos que podemos llamar "serpientes de mar", por su forma. Vive en las rocas, en las cuevas y orificios, y su aspecto, además de serpentiforme, es amenazador, ya que cuenta con unos grandes dientes en ambas mandíbulas que hacen que su mordedura sea peligrosa, cosa que saben bien los buceadores; la verdad es que no es agresiva, pero su aspecto impone.

Comparte con la lamprea la leyenda negra de haber sido alimentada con esclavos arrojados a los viveros. Parece algo falso. Sabemos que un tal Asinus quiso hacer esto con un desafortunado esclavo que rompió una valiosa copa de cristal, pero el propio Augusto, presente en la cena, lo impidió y ordenó desmantelar ese vivero. De manera que no parece probable que las morenas comiesen romanos, y sí que es seguro que los romanos comían morenas.

Fundamentalmente asadas o cocidas, a veces también fritas, siempre, como era uso de la época, con salsas más o menos complicadas; Apicio ofrece una receta de morena asada con ciruelas que no tiene mala pinta. Yo solamente la he saboreado frita y, en una ocasión, como protagonista de un arroz marinero, en ambos casos en las islas Canarias, donde abunda y es apreciada.

Frita, en dos veces, está buenísima. Si se hacen con un ejemplar de, pongamos, un kilo, decapítenlo, lávenlo bien, córtenlo en rodajas como de dos centímetros de hueso, salpimiéntenlas y manténganlas así un par de horas en el frigorífico. Pongan en una sartén abundante aceite de oliva y denle aroma dorando en él tres dientes de ajo, cortados en láminas, que retirarán cuando tomen color.

Pasen el pescado por harina y fríanlo ligeramente; retírenlo, suban el fuego y vuelvan a ponerlo en la sartén hasta que la piel quede crujiente y dorada. Pongan las rodajas fritas sobre papel absorbente, para eliminar el exceso de grasa y disfruten como romanos de un pescado delicioso, del que el mismísimo Julio César llegó a adquirir seis mil ejemplares para darlos en una de las cenas con las que, recién nombrado dictador, agasajaba al pueblo de Roma.

Y una cosa más, al plato le va bien una salsita verde de perejil y cilantro y unas papas cocidas, además de un buen blanco fermentado en roble. Diga lo que diga Obélix, en esto no están locos, estos romanos. Por Caius Apicius